Sin perjuicio de considerar inapropiado que en una sociedad avanzada se perpetren movimientos colectivos dedicados a recuperar de la nostalgia cualquier dictadura, siempre que me he pronunciado sobre cuestiones relacionadas con la memoria histórica he invocado el valor que tuvo la transición política en España. Un proceso que permitió recuperar un país democrático, de hombres y mujeres libres, que sin olvidar el pasado y sus consecuencias, decidieron renunciar a sus rencores y construir un país de convivencia y concordia.
Mientras por un lado se pide abrir la tumba de la división, por otro lado, no renuncio a seguir rindiendo respeto y tributo a aquella nación que superó sus miedos sin complejos y otorgó a las nuevas generaciones, los derechos individuales y colectivos de la que España se vio privada durante mucho tiempo.
La transición política sirvió para superar el largo y dramático enfrentamiento vivido durante al Guerra Civil y un periodo de dictadura que no consiguió consolidar la paz, sino que consistió en administrar la victoria de los vencedores sobre los vencidos.
Fue la transición y sus protagonistas los que nos abrieron las puertas hacia nuevos horizontes de convivencia y de paz. Y ellos, los que vivieron el drama en primera persona, nos han dado un ejemplo, una lección a los que nunca vivimos la guerra, ni el hambre, ni la miseria, ni el peligro, ni el bombardeo, ni la metralla encuentro cuerpos.
La transición política fue el momento del regreso de nuestros exiliados, de la pluralidad, del reconocimiento, de la reparación, el momento del abrazo colectivo, y del regreso del Guernica de Picasso como símbolo de la superación del drama.
Merece la pena recordar aquella inscripción que reza en monumento holandés, y que representa el drama de Anna Frank, el drama de su familia y de sus compatriotas que sufrieron la percusión y la muerte: "La herida esta cerrada, solo queda la cicatriz como advertencia a futuras generaciones". Este es el verdadero mensaje.
O aquel mensaje que nos ofrecía un ilustre luchador por las libertades. Aquel gran comunista convencido que era D. Marcelino Camacho, en un debate sobre la ley de amnistía el año 77, decía: "Nosotros precisamente, los comunistas, que tantas heridas tenemos, que tanto hemos sufrido, que hemos enterrado a nuestros muertos y con ellos nuestros rencores, nosotros estamos dispuestos a marchar hacia adelante en la vía de la libertad, en esa vía de la paz y del progreso que hoy se abre".
Abrir la tumba del desencuentro, la tumba de la división, es un propósito condenado a conducir el espíritu de la transición hacia un callejón sin salida. Mover el granito es mover la historia, trasladar los restos cadavéricos es trasladar la historia a ninguna parte. La historia, esté donde esté, siempre será la misma. Y de ella, de la historia, debemos aprender para no reeditar los errores del pasado.
Hoy España debe tener otros miedos a los que enfrentarse antes que plantearse la necesidad y conveniencia de mover las losas del pasado.
El dictamen emitido por una comisión de expertos, con el fin de informar acerca del estado del monumento del Valle de los Caídos y el futuro de los restos óseos, no recoge unanimidad en sus conclusiones, lo que certifica que se trata de una decisión controvertida, que no deja indiferente a nadie, ni siquiera a las voces más autorizadas.
Esta última circunstancia, la memoria ejemplarizante que nos dejó la transición política, unido al entorno de dificultades económicas y sociales que sufre hoy nuestro país, debería conducirnos a una reflexión profunda en torno a la conveniencia de desenterrar unos restos que no cambiarán un episodio en la historia de España que acabó sucediendo.